Las sorpresas en la historia suelen movilizar la piel de los siglos. De pronto y con resonancia verosímil llegan las nuevas del norte: restos arqueológicos ubicados en la vertiente amazónica de los andes ecuatorianos podrían albergar el cuerpo (me cuesta decir la sepultura) de Atahualpa, el último Inca.
Para empezar, no estamos ante una aventura, como el anuncio similar de años atrás que, en trasnochada representación, afirmaba haber encontrado el cuerpo de Atahualpa y junto a él… un mensaje para Alan García. Felizmente no. Ahora estamos ante una investigación hecha y derecha y auspiciada por el Instituto Francés de Estudios Andinos, IFEA, con sede en Lima.
¿De qué podemos estar seguros al día de hoy? ¿Tenemos certidumbres? Sí. Una. Y sorprendente. Malqui Machay. Así se llama el centro descubierto. Sorprende pues no es usual una presencia inca tan refinada y en tierras bajas, tierras fuera de su tradicional zona de ocupación. Ojo, lo mismo podría decirse de la ubicación de Machu Picchu, donde vivía el cuerpo del más grande Inca: Pachacútec.
Mandar después de muerto
Pero volvamos a Atahualpa y su cuerpo. ¿Por qué era tan importante el cuerpo? ¿En simple? Porque representaba el poder y permitía ejercerlo, de manera efectiva y no simbólica, después de lo que en occidente se llama muerte.
Un reciente estudio de Gabriela Ramos (“Muerte y conversión en los Andes”, coedición del IEP y del IFEA) ha revisado de manera exhaustiva las circunstancias que rodearon la muerte de Atahualpa y el destino de su cuerpo. Y lo ha hecho apoyada en testimonios de la época, pues todo estuvo acreditado, aunque el manto de los siglos haya permitido la supervivencia de zonas oscuras, entre ellas el destino del cuerpo de Atahualpa.
Atención. Nuestros antepasados indígenas percibían un nexo entre los ancestros, la naturaleza, el presente y aún el futuro. La influencia de los ancestros afectaba todos los aspectos de la actividad humana. Pero hay un elemento corpóreo único en el ritual funerario prehispánico, acuñado en las crónicas y recientemente destacado en los estudios de Sabine McCormack. La imagen de las momias, especialmente las momias de los incas, domina casi por completo la percepción que se tiene sobre el rol central del cuerpo en las costumbres funerarias prehispánicas.
Las momias incas participaban en los asuntos públicos, en función política visitaban templos y palacios. Majestuosas, las momias se lucían durante las fiestas en andas primorosas y a plaza llena. Las momias permitían a los linajes mandar después de la muerte, pues los así llamados bultos establecían, mediante sus voceros, relaciones reales y continuas con sus interlocutores de este mundo. La antropología y los estudios culturales modernos se han dado la mano con las más ancestrales crónicas y nos dejan imágenes confiables de nuestros gobernantes incas: cuerpos mandando (y divirtiéndose) después de la muerte. La vida eterna en este mundo.
Atahualpa en su laberinto
Se comprenderá, en consecuencia, que todo, absolutamente todo lo vinculado al cuerpo de Atahualpa reviste, entonces como ahora, la mayor importancia. Días tensos los del cautiverio del inca en la Cajamarca de 1532. El cronista Pedro Pizarro, un adolescente en aquellos días, nos trae detalles casi íntimos que, felizmente, han sido corroborados por otros testimonios. Pedro era sobrino de Francisco Pizarro, el único adolescente en la hueste y Atahualpa y su corte real le franquearon todas las puertas durante los meses del cautiverio.
Con énfasis, el cronista asegura que Atahualpa había mandado decir a todos los suyos que no temiesen, que mientras no quemasen su cuerpo él volvería. Y en algún sentido los hallazgos de Malqui Machay puedan representar parte de ese retorno. No lo sabemos, pero a falta de confirmación es bueno recordar que la historia del cuerpo de Atahualpa es más bien imbricada, compleja y fascinante.
Todo juicio político es sinuoso y el juicio del milenio (así lo he llamado alguna vez al juicio de Atahualpa) fue siniestro en grado extremo. Al final, el cargo no rebatible fue el de haberse acostado con sus hermanas. Pero ya no estamos para explicar desencuentros. Esa herida va por buen camino. Sí nos interesa, ahora y siempre, la historia del cuerpo.
Por cierto los estudios aurorales de Gangotena y Jijón sobre la descendencia de Atahualpa y el desvelo archivístico de Udo Oberem, editor de las demandas judiciales presentada por los hijos de Atahualpa años después de haber quedado huérfanos deben también ser tomados en cuenta. En una de esas probanzas, fechada en de 1555, declaró un conocido nuestro: el conquistador Lucas Martínez Vegazo. Decidida la suerte del inca, atado el señor de los cuatro suyos a una silla, Lucas Martínez lo oyó llorar, mientras Atahualpa encomendaba sus hijos a Pizarro y al cura Valverde.
Según este testimonio, fray Vicente de Valverde le advirtió a Atahualpa “que olvidase sus mujeres e hijos y muriese como cristiano”. Era persistente, Valverde. Según refiere Lucas Martínez, presente en la escena y por eso llamado a declarar por los hijos de Atahualpa, fray Vicente insistía en invitarlo a Atahualpa a tornarse cristiano “y que si lo quería ser que recibiese el agua del santo bautismo”. Pero el inca no cedía. Más bien, dice Lucas Martínez, “tornaba siempre con gran llanto a porfiar y encomendar sus hijos señalando con la mano el tamaño de ellos dando a entender por las señales que hacía y palabras que decía que eran pequeños y que los dejaba en Quito”.
Evitar la hoguera
Casi todo dicho. Excepto que esta historia empezaba a tomar un giro inesperado. Retornemos a la escena. Cuando cobró conciencia que ni todo el oro del mundo lo salvaría de la muerte, Atahulpa perdió el equilibrio emocional y, humano al fin, se empeñó en encomendar la suerte de sus pequeños hijos. Se sabe que el inca recuperó la compostura, se asomó solemne a confrontar su destino final, pero el ver una hoguera lista se tocó nuevamente de nervios. Pacientemente le explicaron que a los infieles se los mandaba a la hoguera. En cambio, a los cristianos se les aplicaba el garrote vil, se los asfixiaba.
Fue así, faltándole un puñado de pasos para la hoguera, que Atahualpa decidió bautizarse. Con el nombre de Juan según unas fuentes y Francisco según otras. El inca evitó la hoguera y afrontó la ejecución. Su funeral cristiano fue de cuerpo presente. A fin de cumplir la formalidad de la sentencia, que aludía a la hoguera, unos cabellos y alguna ropa del inca fueron entregados a las llamas. Pero el cuerpo mismo, que forma el centro de esta apasionante historia, fue enterrado con toda solemnidad y pompa en la flamante iglesia de Cajamarca. ¿A descansar en paz? Difícil.
Después de los funerales y apenas los españoles dejaron Cajamarca rumbo al Cusco, Cusi Yupanqui, hermano cusqueño de Atahualpa, sacó el cuerpo de la iglesia y se lo llevó a Quito con todos los honores de su dignidad. En verdad el cuerpo de Atahualpa fue desenterrado para ser sometido a las prácticas funerarias incas.
Traición en Quito
Hubo conflicto, imposible olvidarlo. Poseer el cuerpo del gobernante era la mejor manera de legitimar a su sucesor o de ganarse enemigos mortales. Rumiñahui aspiraba a heredar el poder quiteño y con falsa humildad solicitó permiso para salir a las afueras de Quito a saludar a Atahualpa. Con el pretexto del homenaje consiguió distraer a Cusi Yupanqui, que terminó asesinado por una columna de sicarios.
Tras ese crimen y con el cuerpo de Atahualpa por delante, Rumiñahui ingresó triunfal a Quito y es ahí donde se le pierde la pista al cuerpo del último Inca. Alguna vez he pensado que a lo mejor Rumiñahui necesitaba el cuerpo de Atahualpa para poder organizar desde ahí la resistencia global al invasor. Pero es difícil pensar en esos términos pues los quiteños, antes de dar la media vuelta y volver a Quito… habían decidido incendiar el Cusco.
Es hora de recordar que si Pizarro y los suyos cabalgaron a toda prisa al Cusco no fue para dar batalla, sino para apagar a tiempo los incendios que por doquier habían desatado Quisquis y sus demás seguidores quiteños antes de replegarse. Esas heridas también van por buen camino y sin duda el hallazgo del cuerpo de Atahualpa, de confirmarse, sería una alegría para todos.
Me cuesta despedirme sin recordar una escena más de la pluma de Pedro Pizarro. El cronista ingresó al día siguiente de la ejecución a los aposentos de Atahualpa y encontró sus mujeres y hermanas que lo buscaban y llamaban con voz dulce: Inca, ¿Dónde estás? ¿Inca, dónde estás? ¿Maypin canqui, Inca? Y 480 años después, estamos llamándolo todavía. Gracias por la atención.
Fuente: RPP