Reflexionar con nuestros alumnos
Hasta hace menos de un siglo, los hijos acataban el cuarto mandamiento como un verdadero dictamen de Dios. Imperaban normas estrictas de educación: Nadie se sentaba a la mesa antes que el padre, nadie hablaba sin permiso del padre, nadie repetía el almuerzo sin el permiso del padre, nadie se levantaba de la mesa si el padre no se había levantado antes; por algo era el padre.
La madre fue siempre el eje sentimental de la casa, el padre siempre la autoridad suprema.
Cuando el padre miraba fijamente a la hija, esta abandonaba todo; a una orden del padre los hijos varones cortaban leña, alzaban bultos o se hacían matar en la guerra.
Todo empezó a cambiar hace unas cuatro décadas, cuando el padre dejó de ser el padre y se convirtió en papá.
El mero sustantivo era ya una derrota.
Padre es una palabra sólida, rocosa, imponente; papá es un apelativo para oso de felpa o para perro faldero; da demasiada confianza.
Además, la segunda derrota es que papá es una invitación al infame tuteo, con el uso de papá el hijo se sintió autorizado para protestar, cosa que nunca había ocurrido cuando el papá era el padre.
A diferencia del padre, el papá era tolerante.
Permitía al hijo que fumara en su presencia, en vez de arrancarle los dientes con una trompada, como hacía el padre en circunstancias parecidas.
Los hijos empezaron a llevar amigos a la casa y a organizar bailes y bebidas, mientras papá y mamá se desvelaban y comentaban en voz baja:
bueno, por lo menos tranquiliza saber que están tomándose unos tragos en casa y no en quién sabe dónde.
El papá marcó un acercamiento generacional muy importante, algo que el padre desaconsejaba por completo.
Los hijos empezaron a comer en la sala mirando la tele, mientras papá y mamá lo hacían solos en la mesa; tomaban el teléfono sin permiso, sacaban dinero de la cartera de papá y usaban sus mejores camisas. La hija comenzó a salir con pretendientes sin chaperón y a exigirle a papá que no le pusiera mala cara al insoportable novio y que le ofreciera que, en vez de llamarlo «señor González», como habría llamado al padre, que lo llamara simplemente «Tato».
Papá seguía siendo la autoridad de la casa, pero una autoridad bastante maltrecha. Nada comparable a la figura prócer del padre.
Era, en fin, un tipo querido; lavaba, planchaba, cocinaba y, además, se le podía pedir un consejo o también dinero prestado.
Y entonces vino papi.
Papi, me llevo el carro, dame para gasolina.
Le ordenan que se vaya al cine con mami mientras los hijos están de fiesta y, que cuando vuelvan, entren en silencio por la puerta de atrás.
Tiene prohibido preguntarle a la nena quién es ese tipo despeinado que desayuna descalzo en su cocina. Ni hablar de las tarjetas de crédito, la ropa, el turno para ducharse, la afeitadora, el ordenador, las llaves. Lo tutean y hasta le indican cómo dirigirse a ellos:
¡Papi, no me vuelvas a llamar «chiquita» delante de Jonathan!
Aquel respeto que inspiraba el padre y, hasta cierto punto el papá, se transformó en exceso de confianza además de convertirse en un franco abuso hacia papi:
¡Oye papi, se me está acabando el whisky!, ¡oye papi, anda a comprar pan!
No sé qué seguirá después de papi. Supongo que la esclavitud o el destierro definitivo.
Yo estoy aterrado, después de haber sido nieto de padre, hijo de papá y papi de mis hijos, mis nietas han empezado a llamarme ¡¡¡»pa»…!!!
CREO QUE QUIEREN DECIR
¡¡¡ PA’NADA SIRVES…!!!