Cada vez se extiende más la idea de que es innecesario aprender caligrafía. Junto al avance globalizado de teclados y pantallas táctiles crece el desprecio por la enseñanza del uso del lápiz, la pluma y la tinta.
Desde el punto de vista del control de la motricidad fina, escribir con una letra que nos exprese, que contenga cierta belleza, no es un logro menor. Año tras año me encuentro con la contradicción de que avanza la certeza pedagógica de la unidad del cuerpo con el espíritu, pero abundan los niños con cerebros sobreexcitados que se manifiestan torpes y elementales a la hora de escribir a mano.
Enseñar a los chicos saberes alejados de la moda los afirma y abre el camino a las reformas que seguramente nacerán de ellos mismos. ¿Por qué no acercar a los rudimentos de la caligrafía? El tiempo se pone más lento cuando se sigue la suavidad de la pluma, se ha comprobado que ofrece un tipo de concentración que logra la atención de los más inquietos. Me imagino un maestro que les cuente sobre las tintas hechas con rozaduras de hierro, con frutos y ácidos que permanece aunque se sumerja en el agua, de las primeras tintas que se usaron hechas de pigmentos unidos con yema de huevo o aceite. Me imagino niños concentrados en sí mismos, buscando la sutileza y el control de sus movimientos.
Escribir a mano permite relacionar la sensibilidad física de la mano con la organización mental y la expresión de sentimientos e ideas. Enseñar caligrafía de una forma viva representaría un aporte muy valioso para nuestros chicos ya que debemos vincularlos con cosas que permanecen como la belleza o la naturaleza y prescindir de palabras grandilocuentes que pretenden acercarlos a una verdad que aún no conocen. Es responsabilidad de quienes educamos tomar lo valioso y desechar lo superfluo alejados de la engañosa oposición antiguo- moderno, pues como dijo Marguerite Yourcenar: “La vanguardia que hoy se pretende tal, será la retaguardia de mañana”.
Mónica E.López.